Forgotten Words
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Te odio por ser de otro

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Mensaje por sophia Dom 14 Ene 2018, 12:12 pm

Nombre: Te odio por ser de otro
Autor: Sophia
Artista ó personaje: Nicky Byrne
Adaptación: No
Género: Romance
Resumen: Karen Nilsson tiene 21 años, es enfermera titulada y carece de parientes. Durante mucho tiempo ha convivido con su amiga Doris, pero ésta se dispone a contraer matrimonio y Karen decide dejar la ciudad y aceptar un empleo en Malahide. No puede confesarle a Doris que el hombre con que va a casarse ha estado acosándola en secreto…

En Malahide, Karen debe cuidar a Glenn Byrne, un viejo granjero que posee la mayor hacienda de todo el condado de Fingal. Byrne no tiene hijos, pero sí un sobrino que heredará toda su fortuna. Su nombre es Nicky Byrne; sus modales, como Karen comprueba enseguida, son los de un perfecto grosero.
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Mensaje por sophia Dom 14 Ene 2018, 12:27 pm

Te odio por ser de otro

Capítulo 1

—Karen, Karen… ¿Dónde estás?

Silencio.

—Karen… ¿estás ahí?
—Pasa, Doris —sonó suave la voz armoniosa—. Estoy en mi cuarto.

Se oyeron pasos a través del pasillo y en seguida la gentil figura femenina, recostándose en el umbral de la puerta.

—Karen —le exclamó alarmada—. ¿Qué haces? Pero… —ya estaba junto al lecho, al pie del cual la llamada Karen disponía la maleta—. ¿Adónde vas?
—A Malahide.
—¿Cómo?
—Sí, me voy.
—¡Oh, oh…! No comprendo. No, no acabo de comprender. ¿Por qué, Karen? Ayer tarde, cuando salimos de la oficina, no sabías nada. No me dijiste nada. ¿O es qué te lo has callado para no herirme?

Karen no cesaba de ir de un lado a otro. Al fondo de la alcoba había un armario y de éste y sus cajones, iba Karen extrayendo ropa y objetos. Apenas si quedaba ya algo de su propiedad en el tocador y la mesita de noche.

—Karen… ¿no vas a decirme por qué?
—No tengo inconveniente —apuntó Karen, doblando un camisón azul marino y metiéndolo sobre la demás ropa—. Me voy a Malahide y no sé cuándo volveré a Dublín. Tal vez nunca, o tal vez pasado mañana. Tomaré el tren de esta noche y espero tomar posesión de mi nuevo empleo mañana mismo.
—Oh… pero entonces… ¿te vas de veras? ¿Y qué haré yo aquí, Karen?

Ésta cerró la maleta y consultó el reloj. Después, sin decir nada, se dejó caer en el borde de la cama, mientras Doris, con la boca abierta, lo hacía en una butaca frente a ella.

—¿Tienes un cigarrillo? —preguntó Karen al rato—. Los he terminado y no pienso bajar hasta la hora de irme a la estación.

Doris, mudamente, como un ser atónito que no comprende nada, extrajo la pitillera del bolso de piel y le dio un cigarrillo a su amiga. Esta fumó aprisa, muy aprisa.

Era una joven de estatura más bien corriente. Frágil de aspecto, pero con una distinción nada común. Tenía el cabello negro, casi azuloso, a fuerza de negrura. Lo trenzaba en lo alto de la cabeza y lo dejaba caer en una sola trenza muy gruesa, sobre la nuca. Había en la hondura de sus negrísimos ojos una sombra de melancolía, y en el cuadro de su boca, de suaves labios húmedos, la mueca de una tibia sonrisa que se esbozaba tan sólo.

Los ojos de Doris fueron, desde el maletín a la maleta, y el bolso y el cuerpo de su amiga vestida para el viaje.

—No lo comprendo —dijo—. No soy capaz. Aquí tenías una buena colocación. En este café nos salía la vida económica. Tenemos aquí nuestros amigos y nos divertíamos alguna vez, y no estamos solas, porque nos acompañamos la una a la otra. ¿Por qué, Karen?

Ésta hizo una pregunta que a Doris le resultó desconcertante.

—¿Cuándo te casas, Doris?
—¿Cómo?
—Eso… ¿Cuándo te casas?
—Aproximadamente cuando llegue Santa Claus.
—Sí, lo sé. Y yo me quedaré sola aquí, en el cuarto de este café. Nunca tuve un hogar, Doris, tú bien lo sabes. Soy enfermera titulada y jamás pude conseguir un empleo a mi gusto. Tengo veintiún años y carezco de parientes. Sólo te tengo a ti, y tú te casas.
—Karen… no te comprendo aún.
—El reverendo Wolff me buscó un empleo en Malahide. En una casa particular. ¿Has oído alguna vez hablar de míster Glenn Byrne?
—¿El criador de caballos? —se maravilló Doris—. ¿Ese señor tan rico qué posee una hacienda inmensa en Malahide? ¡Oh, Karen! Nadie, en todo la provincia de Leinster, e incluso en todo el condado de Fingal, ignora quién es míster Byrne.
—Pues a cuidar a ese señor voy yo.

Doris dio un salto, se puso en pie y volvió a desplomarse en la silla.

—Estás loca… ¿Sujetarse así a un deber de esa índole? Tendrás mucha vocación, pero… ¿no es eso qué vas a hacer una barbaridad? —se puso en pie y esta vez se inclinó mucho hacia su amiga—. ¿Por qué, Karen? Cierto que yo me caso, pero no me voy de Dublín. Me quedo a vivir aquí y sabes muy bien que Kian te aprecia…

La apreciaba demasiado. Por eso se iba. Por eso fue a visitar una semana antes al reverendo Wolff. Por eso le pidió por Dios, que le buscara un empleo lejos de su amiga. ¿Hacerle daño a Doris? Nunca, jamás. Y soportar las necedades de Kian, menos aún. Las necedades ofensivas por detrás de Doris. ¿Qué clase de hombre era Kian? Un sinvergüenza, pero Doris le amaba e iba a casarse con él.

—Necesito ver caras nuevas —dijo evasiva—. Necesito cambiar de ambiente. Y me gusta el seno de un hogar. Míster Byrne es un hombre viejo. Tiene sesenta y cinco años, y además padece una enfermedad incurable. Tiene una terrible lesión en el corazón, y un día cualquiera… se morirá el pobrecito.
—Y tú te quedarás de nuevo sin empleo.
—Quizá me ayude ese mismo señor a encontrar en Malahide una colocación más a mi gusto.
—¿No hay forma de disuadirte, Karen?
—No.

Y poniéndose en pie, consultó el reloj y procedió a juntar todo su no muy abundante equipaje.

El reverendo Wolff estaba allí, junto al andén.

Karen caminaba presurosa, y a su lado un maletero cargaba con todo su equipaje, compuesto éste por una maleta grande, un maletín, un bolso de mano y la gabardina y el bolso.

El reverendo, un señor vestido de negro, ya entrado en años, se reunió a ella cuando la joven llegaba al vagón.

—Es ahí —dijo Karen sin ver al reverendo, dirigiéndose al maletero—. Coloque mi equipaje en la redecilla. Eso es. Así. Gracias.

Puso una pequeña propina en la mano del maletero y subió al vagón de segunda clase. No había nadie en aquel compartimiento. ¡Mejor!

Necesitaba meditar mucho y no sentir en torno a sí la algarabía o las lamentables historias de los demás. Aislarse en un mundo propio, como si no existiera más que ella.

—Buenas noches, Karen.

La joven se volvió en redondo.

—¡Reverendo! No lo esperaba.

El padre sonrió beatíficamente, extrayendo algo del bolsillo.

—Con los apuros, esta mañana no te di una carta de presentación. Aquí la tienes, Karen. Como aún faltan diez minutos para que el tren salga de la estación, me gustaría hablarte de las personas con quienes vas a convivir. Voy a sentarme un rato, ¿sabes? He caminado mucho esta tarde, y la verdad es que estoy rendido.
—No debió molestarse, padre Wolff.
—¿Por qué no, hijita? Es mi deber, y además un deber que cumplo con gusto —se sentó y por señas le pidió que lo hiciera ella a su vez, Karen obedeció—. Pensé que vendría Doris contigo.
—Aproveché que fue a casa de su parienta, para salir yo de la casa. Le dejé una nota despidiéndome. Solamente eso, puesto que la vi no hace muchas horas.
—Te conozco desde que eras muy chiquita, Karen. Desde que fui a visitar a tu madre moribunda, hace ya muchos años. Después te vi crecer en casa de tu tía, hasta que ésta falleció, y te vi más tarde trabajar y afanarte por ser algo. También te vi sufrir y soportar estoicamente los sufrimientos. Pero lo que nunca pensé es que el novio de tu amiga te importunara.
—Doris nunca debe saber…
—No sabrá. Pero… ¿Te das cuenta, hija? Puede que quede en mi conciencia como un gusanillo. ¿Qué marido hará Kian para Doris? No es hombre honrado, y yo lo tenía por todo lo contrario.
—No se olvide de que él está enamorado de Doris…
—Pero te desea a ti.
—¡Padre!
—Bueno —sonrió éste tibiamente—. Dejemos eso. Huyes, haces bien. Tal vez y lo espero así, halles la felicidad lejos de este lugar. Te hablaré de la persona a quien vas a servir en adelante. Míster Byrne es un buen hombre, muy rico y lleno de bondad. Hizo su dinero a base de mucho esfuerzo. Hace cuarenta años, según tengo entendido, no poseía más que un trozo de terreno en Malahide. Allí empezó criando caballos. Primero de casta corriente, después ambicionó más y hoy, los mejores caballos del mundo salen de sus posesiones. Éstas son inmensas. También te diré que, a fuerza de trabajar, se olvidó de casarse. Es soltero y sólo tiene un sobrino a quien crió desde que el muchacho quedó huérfano a los tres años. Este muchacho se llama… deja que recuerde. Pues no sé —rió aturdido—. No lo recuerdo. Nicholas Byrne —exclamó seguidamente, casi feliz—. Eso es, Nicky Byrne. Es hijo de una hermana de míster Byrne. El padre falleció en la hacienda de míster Byrne reventado por un caballo, cuando Nicky no había nacido aún. Míster Byrne se consideró responsable de aquella muerte, y jamás abandonó a su hermana. Esta falleció también. El muchacho estudió en Londres, y es heredero universal de su tío. De él precisamente tuve carta hace algún tiempo, rogándome que buscara una enfermera para su protector. El chico viaja mucho… es… ¿cómo te diré?, un tanto despreocupado. Terminó la carrera de ingeniero agrónomo hace ya algún tiempo, pero continúa viajando, y sólo de tarde en tarde pasa por la hacienda de su tío. Yo considero que lo tiene un poco abandonado, pero míster Byrne, a quien visito frecuentemente, cuando tengo tiempo de llegarme hasta Malahide, no parece quejoso por ello. Cuando habla de su sobrino, lo hace con entusiasmo, y siempre dice: «Él es un universitario. ¡Qué sabe de fatigas y ansiedades! Ha crecido como si fuera un príncipe, y no hay que extrañarse de que siga viviendo igual. Cuando yo muera, tendrá que dejar de viajar y se hará cargo de la hacienda.»

Un hombre alto y fuerte, con aspecto de panadero, cruzó el pasillo, miró hacia el compartimiento, y al ver a la joven con el reverendo, siguió pasillo abajo.

El reverendo consultó el reloj.

—Tengo que irme. Los cultos empiezan a las siete y son las seis y media. Otra cosa, hijita —añadió, poniéndose en pie—. Me falta por hablarte de Janet.
—¿Quién es… Janet?
—Una especie de mandamás en la hacienda de míster Byrne. Debe tener por lo menos cincuenta años, pese a que los disimula bien. Crió a Nicky y amortajó a su madre… Esta fue mujer delicada, y desde la muerte de su marido, apenas si hizo ni dijo nada, sólo seguirle a la tumba. Janet llevó siempre las riendas de la casa. Nadie le rechistó jamás, y es como el que dice, una especie de semidiós de la hacienda. Nicky la adora, y ella a Nicky. Quiere bien a su amo, pero tiene una marcada debilidad por el muchacho.
—¿Qué edad tiene el muchacho, padre?
—Ah, pues no sé. Pasa de los veintisiete, por mis cálculos. Pero, no temas, no te dará la lata. Apenas si pasa por la hacienda una o dos veces al año.
—Gracias por todo, padre. Muchas gracias.
—Bien te mereces que uno se preocupe por ti, hija mía. Si no supiera quién eres, jamás me atrevería a enviarte a casa de mis mejores amigos. Adiós, hija, y suerte.

En aquel instante el tren empezaba a moverse.

El reverendo saltó y Karen quedó con la frente apoyada en el cristal de la ventanilla.
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Mensaje por sophia Lun 15 Ene 2018, 11:34 am

Capítulo 2

Vestía calzón de montar, aunque no montaba. Altas polainas y camisa blanca, bajo una chamarra de ante. Era alto y delgado y tenía los cabellos completamente blancos.

En aquel instante, paseaba por la gran terraza, con gran disgusto de Janet, quien, desde la ventana de la planta baja, seguía preocupada todas sus evoluciones.

—Señor… ¿no hace un poco de frío?

Míster Byrne se detuvo en seco. Se quedó plantado delante de la terraza, con una suave sonrisa en los labios.

—Hace una mañana espléndida, Janet. Si hace frío, no lo noto. Me gusta este rayo de sol que ilumina parte de la terraza. ¿Qué hora es? —consultó su propio reloj de bolsillo—. Diantre, las once ya. ¿No ha venido la recomendada del reverendo?
—Debió llegar ayer noche, señor, pero aquí aún no ha venido. ¿Por qué no entra a tomar su medicina?
—¿Es la hora?
—Sí, señor.

Glenn Byrne aún contempló los grandes patios donde se movían los hombres, el parque paralelo a los patios y la avenida de tilos que daba entrada a su palacio desde la ancha verja de hierro forjado, pintada de negro.

—No sé de qué me servirá la enfermera —dijo riendo—, pero puesto que Nicky lo quiere y el reverendo le secunda… admitámosla —como a su lado pasaba una doncella, inclinándose respetuosamente hacia él, míster Byrne le dijo—: Rita, cuando venga una señorita forastera, pásela usted al living. Estaré allí.
—Sí, señor.
—Ah, y rieguen ustedes esos maceteros. Se creen que el agua de lluvia lo supone todo; pues yo les digo que no. La escarcha cae a la noche y troncha los pétalos de las flores. Esta parte de la terraza no está protegida por el alero. Tengan eso presente, muchachas.
—Sí, señor.
—Dígale al jardinero, si va usted hacia allá, que le veré por la tarde. Es hora de podar los árboles y parece que este año se olvida.
—Es que tiene enfermo al hijo más pequeño, señor.
—¿Por qué preocupas al señor con males ajenos? —reconvino Janet desde la ventana.
—Cállate, Janet —y sin mirar hacia la ventana, preguntó casi afanoso—: ¿Qué tiene Rob?
—Fiebre, señor.
—Dígale a Matt que iré luego a verle. Sé algo de medicina. ¿No ha venido el médico?
—Sí, sí, señor.
—Pues no me explico —se volvió hacia Janet—. Llama al médico de casa, Janet. Seguro que el doctor Walter le curará.

Rita se alejaba ya.

Míster Byrne se perdía en el lujoso vestíbulo y Janet le salía al encuentro.

—Se preocupa demasiado de todo el mundo —le gruñó el ama de llaves—. ¿Qué cree usted que puede tener un niño? Habrá pillado frío y la fiebre en un infante, sube hasta cuarenta grados por el menor descuido. Usted siempre tiene que andar pensando en todo el mundo.
—No soy una bestia, Janet —gruñó a su vez, entrando en el living seguido de la sirvienta—. Todos esos hombres dependen de mí. Cuando yo empecé a trabajar, lo hice a las órdenes de un amo, y nunca podré olvidar que me dejaba dormir a la intemperie. Aquello me sirvió de lección para el futuro.
—La mayoría de las personas —opinó Janet, preparando las gotas— apenas si se preocupan de los demás. Así viven ellos felices. Usted siempre está pendiente de todos más que de usted mismo.
—Es mi deber.
—Tómese las gotas. Son seis. Y olvídese un poco de sus deberes. Ya tiene usted al capataz que se encarga de todo lo de fuera, y a mí, que me encargo de todo lo de dentro.

El caballero bebió las gotas, torció la nariz y gruñó furioso:

—Saben a demonios.
—Nunca probé demonios, señor.

Míster Byrne la miró con afecto. Su furia se había aplacado como por encanto.

—Eres como yo, Janet —dijo—. Llevamos demasiado tiempo conviviendo bajo el mismo techo, para desconocernos uno a otro. Ahora me explico por qué a media noche había luz en tu cuarto y por qué la había también en la casita del jardinero. ¿A qué hora saliste de casa de Matt, Janet?

La mujer, como pillada en falta, enrojeció.

—Pues le aseguro…
—Ta, ta. Nos conocemos, Janet. Pero me gusta —añadió, repantigándose en la silla—. Me gusta que seas así, que sientas las amarguras de mi gente y las compartas. Tengo demasiado dinero —prosiguió— para que yo viva al margen de todos los problemas que me rodean, y nunca podré olvidar que fueron ellos, todos, desde el más humilde peón al capataz mayor, entrando tú y las muchachas de servicio y el jardinero con todos sus hijos, los que me ayudaron, no sólo a hacer mi fortuna, sino a sentirme una persona decente y humana. No quiero que en estas fechas, cuando Santa Claus está al llegar, sufra nadie que viva en mis posesiones. Y tú compartes mi deseo, Janet. Lo que pasa es que te gusta hacer el papel de dura.
—Señor, yo…
—Apuesto a que estás haciendo en la cocina el caldo para Rob.
—Claro que no, señor —se enojó.

Pero en su bondadoso rostro, míster Byrne leyó lo contrario.

Se echó a reír, exclamando:

—Me va muy bien con esas gotas. Pero Walter dice que haría más efecto si me inyectaran. Cuando llegue la señorita… ¿Cómo dijo el reverendo que se llamaba, Janet?
—Karen Nilsson, señor.
—Eso es, la señorita Nilsson, me inyectará ella. ¿Sabes qué no es mala idea, Janet? Hace tiempo que debí hacerlo. Una enfermera cuida de uno mejor que uno mismo. Sí, señor. No me pesa haber accedido —y sin transición—: No te olvides de llamar al doctor Walter para el hijo de Matt. Y cuando le lleves el caldo a Rob, dile que espero que se ponga bien, para que me ayude a hacer el recorrido por los patios y las caballerizas.
—Usted no está para esos trotes, señor. Usted no puede dar esos paseos tan largos. Luego se fatiga y pasa la noche en blanco.
—No me cuides tanto, Janet. Por mucho que tú hagas, ha de ser lo que Dios quiera.

En aquel instante entró una doncella con la bandeja del correo.

Janet se precipitó sobre ella y revolvió en las cartas, contemplada por la mirada burlona de su amo.

—Janet… esa mala costumbre…

La criada se aturdió, disculpándose.

—Buscaba carta del niño Nicky, señor…
—¿No… la hay?
—Pues… sí, señor —enrojeció—. ¿Me… me… la dejará luego… leer, señor?

La doncella había desaparecido ya.

Míster Byrne sonrió beatíficamente.

—¿Cuándo no ocurre así, Janet? La lees y después la metes entre los demás papeles, y cuando yo quiero leerla de nuevo, me veo y me deseo para encontrarla. Si yo no te la doy antes, por supuesto.
—Señor… el niño Nicky…
—Ya, ya, Janet. Sé bien lo que sientes por el niño.


* * *

Miraba a un lado y a otro con admiración. Aquello era como un mundo aparte. El palacio se alzaba al fondo. Un palacio impresionante, de moderna arquitectura. No parecía haber sido construido mucho tiempo antes. Ella diría que diez o doce años, no más. Lo rodeaba una alta tapia y un parque inmenso, separado por macizos muy altos. La avenida hacia el palacio, la circundaban tilos altísimos, de una esbeltez casi provocadora. Y al otro extremo, separado tan sólo por altos macizos, lo que era la casa de campo, achatada, muy ancha y larga, tomando toda la parte lateral. Cuadras inmensas pintadas de blanco y muchos hombres trabajando junto a ellas.

Caballos por todas partes, y aquel paraíso que suponía el palacio, como aislado entre una bravura de la naturaleza casi virgen.

Era lo que más asombraba a Karen. Que la vivienda elegante se alzara paralela, sólo separada por tilos y macizos, haciendo una ajena a otra, de las cuadras y la ancha casa apaisada, que debía por su aspecto, pertenecer a los hombres que trabajaban para míster Byrne.

Llegó al final de la avenida, y despacio, mirando en torno con admiración, subió los seis peldaños. Al llegar a la terraza vio el bosque frondosísimo y los largos y extensos pastos perderse pradera abajo, al otro extremo de la valla, abierta ésta por una ancha cancela por un lado lateral del palacio, y casi enfrente de las largas cuadras blancas.

—Buenos días —dijo una voz tras ella.

Giró casi bruscamente, como pillada en falta.

—Buenos… días…
—Me llamo Janet —dijo aquella mujer vestida de negro, con un cuello de encaje blanco rodeando su garganta—. Soy el ama de llaves. Supongo que usted será la enfermera que esperamos.
—Así es… Me llamo Karen Nilsson y traigo una carta de presentación del reverendo Wolff.
—Pase, pase por aquí, señorita Nilsson. Ya la esperábamos ayer noche.
—Me quedé en una fonda.
—Me lo suponía.

Cruzaban ya el lujoso vestíbulo, una junto a otra.

—Sepa que estamos muy contentos de tenerla aquí —bajó la voz—. El señor la necesita mucho. Tendrá que tener usted una voluntad férrea para contenerlo. Se siente joven y a veces hace locuras. No acaba de resignarse y admitir su enfermedad.
—Tal vez no sea tan grave.

Janet se detuvo y se tomó la libertad de asirla del brazo.

—Señorita Nilsson —susurró apuradísima—. Tiene usted que hacerle creer que está mucho peor de lo que él supone. Sólo así… sólo así… —se aturdió bajo la mirada impasible de Karen. Aquella mirada negra, de sombras melancólicas, que resultaba bellísima. Soltó el brazo joven y juntó las manos—. Le adoramos todos, sabe usted. Se lo merece. Es un amo bondadoso, señorita Karen Nilsson, y lleno de generosidad…
—Lo creo, señora, pero no es prudente hacerle creer a un enfermo, que está más grave de lo que está realmente.
—Yo creí…
—Pues no —cortó Karan con una suave sonrisa—. No es aconsejable.
—Es que él sale por ahí de paseo. A veces monta a caballo…
—Es un enfermo del corazón, ¿no es así?
—Sí, sí. Por eso mismo, señorita Nilsson.
—Vamos, no se agite ni se disguste, señora Janet…
—Llámeme Janet a secas. Todo el mundo lo hace.
—De acuerdo, Janet —sonrió con dulzura—. Ya verá cómo entre las dos… y sin que el señor se entere, conseguimos dominar los ímpetus del enfermo.
—Gracias, gracias. Me ha comprendido usted —y presurosa, añadió, señalando la puerta del fondo—: Por aquí, por favor. El señor la espera ya. Estuvo hasta muy tarde en la terraza ayer noche, esperando por usted. Está ilusionado, ¿sabe? Primero se negó en redondo, pero luego, entre el reverendo, las cartas del niño Nicky y yo, hemos logrado convencerle. Y ahora está contento —sonrió nerviosa—. Muy contento. La anunciaré.

Abrió la puerta, tras de tocar en ella con los nudillos y oír el consabido «adelante», y anunció, como si presentara una comedia melodramática, pensó Karen.

—La señorita Nilsson acaba de llegar, señor.
—Pase, pase —y después, al tiempo de ponerse en pie—: Cierra la puerta, Janet, y ve a casa de Matt a ver cómo sigue el niño.
—Sí, sí, señor —miró a Karen—. Pase, señorita Nilsson. Pase usted.

Karen pasó, pero antes dejó la gabardina en poder de Janet, quien se apresuró a tomarla en sus brazos y alejarse con ella.

El caballero alto, arrogante, de distinguida planta, avanzó hacia ella con la mano extendida.

—Ya ve —dijo riendo, y Karen pensó que tenía una risa cautivadora— el enfermo. ¿Cómo está usted, señorita Nilsson? El reverendo me habló mucho de usted. La conoce desde que era chiquita. Eso es muy interesante. ¿Cómo está usted?

Karen perdió su pequeña mano en la nervuda y fuerte de su nuevo amo.

—Bien, señor, gracias. ¿Y usted?
—No tan bien como usted —dijo riendo nuevamente—. ¿Quiere sentarse? Aquí, frente a mí —la miró un segundo, reflexivo—. Es usted muy joven —dijo al rato, sin que Karen abriera los labios—. Extremadamente joven —se echó a reír jovialmente—. ¿Sabe una cosa? Ignoraba su juventud. No se me ocurrió preguntarle al reverendo su edad.
—Tengo veintiún años, señor. Acabo de cumplirlos.
—Y es usted muy hermosa —ponderó con acento paternal—. Muy hermosa, señorita Nilsson. Apuesto a que me la llevarán pronto.

Karen no supo qué responder.

Pero no fue preciso, porque míster Byrne, simpáticamente, siguió diciendo:

—Ojalá se la lleven de aquí para casarse. No me gusta cambiar con frecuencia de personal. Mis empleados son casi tan viejos como mi hacienda. Nunca se despidió a ninguno, si cometieron una falta, les llamé al orden, les di unos cuantos consejos, y se quedaron aquí. Por eso espero que usted se quede con nosotros hasta que yo me muera… o hasta que se case usted. Ojalá pueda yo asistir a su boda.
—Gracias, señor, pero yo espero que si un día me caso, asista usted.
—Eso es algo que no podemos predecir —y sin transición—: Le hablaré un poco de las gentes que viven en mi casa. Janet, ya la ha conocido usted, es algo así como una parte de los cimientos, no del palacio nuevo, señorita Nilsson, sino de mi vieja casa que luego habilité para los peones y mozos de la finca. Es como una piedra sobre la que se sostiene la mitad de mi hacienda. Matías, el jardinero, es como una piedra más pequeña, pero también forma parte de los cimientos de mi humano. Su padre fue el capataz de esta finca durante años. Lo hemos enterrado hace apenas seis meses. El actual capataz es hijo del que fue mi viejo y querido administrador, y uno de los hijos de ese capataz, lleva ahora la administración de todo. Verá usted su oficina a la salida de la hacienda, un pequeño chalecito en el cual vive con su familia. Una esposa joven, que es hija, a su vez, de uno de mis hombres, y tienen dos niños de corta edad.

Hizo una pausa.

Al rato, riendo añadió:

—Le parecerá extraño que le hable de cosas que a usted no le conciernen.
—Me van a concernir en el futuro, señor.
—Eso es, señorita Nilsson. Eso es precisamente lo que yo deseaba oír de usted. Le van a concernir. Es grato comprobar que me entiende usted perfectamente. No me he casado, y he puesto en esta hacienda y en los hombres que trabajan en ella, todo mi cariño de hombre solitario. Amo la tierra y cuantos por ella corren y bregan. Nunca me he visto obligado a despedir a ninguno y siempre los consideré, más que subordinados, amigos míos entrañables. Esto es como un pequeño mundo en el cual viven padres, hijos y nietos. Y yo, a la cabeza de todos, no me considero un reyezuelo, sino única y exclusivamente amigo de todos y cada uno de ellos.
—Eso es grandioso, señor.
—Es humano.
—Debo decirle que admiro su humanidad.
—Espero que forme usted parte de este mundo que es de todos y cada uno de nosotros, y no admire usted mi humanidad. Quizá para mí, todo el mundo que me rodea, es como una compensación a mi soledad —y como si no esperara respuesta, sin transición, añadió—: También pienso hablarle de mi sobrino Nicky. Ya le habrá dicho el reverendo que es mi heredero universal.
—Me habló de él, señor.
—Yo espero que Nicky sepa continuarme un día. Continuarme tal y como soy yo, sin apartarse un milímetro. Lo crié para eso y para eso lo eduqué. Ahora viaja. Después tendrá que enterrarse aquí, y sus viajes sólo serán imaginarios. Por eso le doy libertad ahora, y espero que sepa aprovecharla.
—Seguro que la aprovechará, señor.
—Si no es así, me sentiré terriblemente decepcionado —y como si no deseara una respuesta a sus palabras, se apresuró a añadir, con una suave sonrisa en los labios—: Ahora puede ir a descansar. Hace frío en esta comarca. Si no tiene ropa apropiada, dígaselo a Janet, y ella la acompañará al centro, con el fin de equiparse.
—Dublín está a pocas millas, señor, y allí también hace frío. El clima es casi el mismo.
—Distinto —cortó amable—. Muy distinto. Aquí estamos en plena campiña, y las ciudades con grandes manzanas de casas, se resguardan mejor… Tiene usted permiso para vestir como guste. Pantalones, faldas, ropas de montar…
—¡Señor!
—Mi lema es que, aquel que se encuentre en mis posesiones se considere en su propia casa. Además, sé que no tiene usted familia. Considere la nuestra la suya propia. Y en cuanto a mí, no le daré mucho la lata. Soy un enfermo pacífico. Y no estoy tan mal como dice el doctor Walter y cree Janet.
—Yo estoy de acuerdo con usted, señor.
—¿Lo dice para halagarme? —preguntó con dejo irónico, al tiempo de inclinarse un poco hacia delante y buscar los bonitos ojos negros—. No se ruborice, señorita Nilsson. Ya sé que no intenta usted halagarme. Intenta, únicamente, consolar mi íntima desolación, Pero… ¿sabe? No es tanto como Janet se figura, ni tanto asimismo, como usted cree. He vivido lo mío. No mucho, pero lo suficiente para sentirme satisfecho. Y sobre todo, y esto para mí es lo más importante, he hecho felices a muchas personas. Eso produce una gran satisfacción íntima, personalísima, que no se apaga. Es como una lucecita encendida que ilumina un callejón oscuro. Una pequeña lucecita que no se apaga jamás.
—Es usted muy generoso, señor —murmuró profundamente emocionada.
—No lo crea. Me gusta usted —añadió sin transición, espontáneamente—. Me alegro de tenerla en mi casa.
—Gracias, gracias, señor.
—Váyase a descansar un rato. Póngase cómoda y salga con Janet a dar una vuelta por los campos.

La joven se puso en pie, e inclinando un poco la cabeza, dijo suavemente:

—Gracias por su buena acogida, señor.
—Me ocurrió algo raro con usted, señorita Nilsson. Nada más verla, me pareció haberla conocido de siempre. Esto me resulta francamente halagador y grato para mí. Me gusta rodearme de personas a quien puedo y debo apreciar. Por favor, considérese como si estuviera en su casa.
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Mensaje por sophia Jue 18 Ene 2018, 11:23 am

Capítulo 3

Contemplaba el panorama a través de la ventana abierta.
Miraba hacia el exterior, pero su mente se hallaba dentro, en el salón, junto a míster Byrne. Un hombre extraordinario, condenado a morir con la sonrisa en los labios y el corazón entregado a sus amigos, aquellos que vivían de él, y que para el hombre bueno suponían como partículas de su misma humanidad.

Los caballos de lomos relucientes, los mozos en lomo a la empalizada. Las doncellas por las ventanas, canturreando a la par que llevaban a cabo sus faenas mañaneras. El jardinero podando los macizos, ayudado por un chiquillo de cabellos hirsutos, y un hombre vestido de gris, alto y delgado, de mediana edad, entrando en la casita de Matt…

Todo esto que veían sus ojos, pasaba por su mente como un soplo. Pensaba en míster Byrne, un hombre formidable, a quien ella iba a atender, y a quien, sin duda alguna, iba a profesar gran afecto.

Unos golpes dados en la puerta de su bonito cuarto, la despertaron de sus pensamientos.

Giró y se acercó a la puerta, aún sin quitarse la ropa de viaje.

—Pase —dijo antes de llegar.

Se abrió la puerta y apareció una doncella vestida de negro, con un cuello de encaje blanco y con cofia a la cabeza.

—¿La señorita Nilsson?
—Sí, sí, pase.
—Vengo a ponerme a sus órdenes —sonrió la doncellita, que no tendría más allá de quince años—. La señora Janet me envía.

Karen sonrió.

¿Necesitaba algo ella? ¿De qué? ¿Para qué?

Ella nunca tuvo muchachas, ni servidumbre de ninguna índole. Desgraciadamente, supo demasiado pronto lo que era la soledad. Primero su padre enferma, luego su tía déspota y exigente…

Sonrió apenas.

¿Es qué Dios le reservaba un bienestar positivo?

¿Tenía derecho a él?

¿Por qué no, después de sufrir tanto en su soledad?

—No necesito nada —susurró con extraña dulzura—. Gracias de todos modos…
—Me llamo June, señorita Karen. La señora Janet me dijo que no le permitiera a usted hacer nada.

¿Sería posible aquel paraíso, después de sufrir en un infierno?

—Gracias, June —repitió pasando una mano por el cabello de la jovencita. Y con sencillez, añadió—: No estoy habituada a que hagan nada por mí, June. Sé hacerlo todo, desde lavar mis ropas a preparar mi baño.
—Le colgaré la ropa en el armario —exclamó June feliz, mirándola con admiración—. ¿Me lo permite, señorita Karen?
—¿Te complace?
—Sí, sí, mucho. Voy a quererla, ¿sabe? —exclamó espontánea, maravillando a Karen—. La voy a querer mucho. Creo que la vamos a querer todos —bajó la voz—. La señora Janet me dijo muy bajito: «Ten cuidado. Es una señorita muy fina y tiene ojos de buena» —sonrío divertida y añadió—: ¿No sabe la noticia? Uno de estos días llega el señorito Nicky.

«Cierto», pensó ella. Nadie le habló concretamente de Nicholas.

¿Cómo era aquel joven a quien Janet llamaba niño Nicky y su tío mencionaba como si fuera un semidiós?

No podía preguntarle a la doncella.

Estaba segura de que pronto empezarían a hablarle de él. Janet, míster Byrne, el mismo jardinero, que parecía parlanchín…

«Me parece que encontré un hogar, pensó con súbita emoción. Ese hogar que perdí al fallecer mamá. Y que nunca pude hallar de nuevo, pese a luchar tanto por el…»

—¿Me deja colgar su ropa, señorita Karen?
—Sí, hazlo. Yo me voy a cambiar en un segundo y saldré a dar mi paseo. No estás obligada a nada conmigo, June. Pero me gustaría verte por mi alcoba de vez en cuando.
—Seré yo la encargada de arreglársela, señorita Karen. Y estoy muy contenta por ello.

Tuvo deseos de abrazarla, de apretarla contra sí, de sentir su calor verdadero, y en su sangre, como si algo ardiera, empezaba a bullir aquel goce espiritual que no sabía definir.

—Me pasa igual a mí, June —dijo bajo, acariciándole el pelo.

Y como si tuviera miedo de echarse a llorar delante de aquella chiquilla, que no iba a comprender el significado de sus lágrimas, se cerró en el baño, saliendo de él minutos después, enfundada en una falda gris claro, estrecha, y un conjunto de lana compuesto por jersey y chaqueta de color malva.

Sobre los zapatos bajos, resultaba infantil, frágil, casi una niña. Poco más de veinte años con muchos sinsabores, pero, al fin y al cabo, muy pocos años.

—Está usted… —se maravilló June— guapísima. Con ese pelo tan negro —ponderó aturdida bajo la mirada suave de Karen— y esa coleta tan gorda…

Salió de la alcoba.

No podía remediarlo, pero aquella niña casi infantil, la emocionaba hasta lo más recóndito de su ser.

Cruzó el ancho pasillo y descendió por la alfombrada escalinata al vestíbulo inferior.

Como si Janet la estuviera esperando, salió por una puerta y exclamó alegremente:

—¿Se siente con fuerzas para recorrer la casa?
—Por supuesto.
—¿Permite qué la acompañe?
—Me encantará, Janet. Allí, en mi alcoba, se quedó June. No debió usted enviármela. Yo no soy una inútil, y además, desgraciada o afortunadamente, siempre tuve que hacérmelo todo.
—June está aquí para eso. Sepa usted que no teníamos nada que mandarle, y fue el señor quien aprovechó para ponerla a su disposición, y al mismo tiempo ofrecerle un trabajo digno de ella.
—Aquí —dijo titubeante— todos se dedican a hacer el bien.
—Tuvimos todos un buen maestro. ¿Sabe, señorita Karen? Le ha sido usted muy simpática. Estuvimos hablando los dos…
—¿De… mí?
—Por aquí —dijo Janet sin responder—. Vamos a recorrer la primera planta, y luego subiremos a la segunda y después le enseñaré el desván. Es como una especie de estudio, ¿sabe? Pertenece al niño Nicky…

Otra vez el «niño».

Deseaba saber cosas de él. Ya sabía mucho de todos. Faltaban las del desconocido heredero. ¿Sería un obstáculo para ella? ¿Qué clase de hombre sería?

Esperaba. Estaba segura de que Janet, a la par que le mostraba la casa, no dejaría de hablar del que sin duda era su ídolo, junto con su amo enfermo.

—Estos son los comedores —iba diciendo Janet—. Éste el salón particular. La biblioteca. Aquí no entramos, porque es el salón y estará el señor dentro. Además ya conoce usted esa pieza —y sin transición, de repente—: Sí, hablamos de usted. A los dos, tanto al señor como a mí, nos parece usted magnífica. Claro que ya la conocíamos un poco por el reverendo Wolff —otra pausa y seguidamente—: ¿Qué le parece la casa?
—Estupenda. Fabulosa.
—Todo lo decoró el niño Nicky.

Otra vez.

No dijo nada. Esperaba.

—El niño Nicky tiene un gusto exquisito.

¿Sería tan amable como su tío?

Janet, como si adivinara sus pensamientos, pero sin adivinarlos en realidad, exclamó:

—El niño Nicky no se parece a su tío. Son opuestos. Pero, claro, hay que esperarlo o suponerlo. ¿No le parece? El señor bregó siempre con todo esto. Luchó como un loco, así se acabó él.
—No está acabado, Janet.

La mujer la miró agradecida.

—Bueno, como si lo estuviera. Sepa usted que no hace muchos años recorría las praderas de parte a parte, dos y tres veces al día —elevó los ojos al cielo—. ¡Quién lo ha visto y quién lo ve, señorita Karen! En todo el condado de Fingal le admiraban. Era incansable. A veces, él mismo iba a los montes, y con ayuda de los peones acorralaba los caballos bravos. Y los domaba, ¿sabe usted? Nunca lo tiró un caballo, que yo recuerde. El niño Nicky no sabe domar caballos. ¡Es tan fino! Claro, lo dice siempre el señor: «Al fin y al cabo es un universitario. Para él nunca existió el hambre ni el frío, ni tantas necesidades como sentí yo.» Lo dice el señor, ¿sabe usted? El niño Nicky es encantador, pero se pasa los días de fiesta en fiesta. Para poco en la hacienda. Claro que no lo necesita, eso es la verdad. Tiene bastante quien lo haga.

No se parecía a su tío, no había ni un punto de semejanza con él. Ya lo presumía. No era preciso que Janet diera más explicaciones.

Pero Janet siguió hablando, y sin darse cuenta fue retratando al «niño Nicky» de pies a cabeza, con lo cual obligó a Karen a pensar que tendría que enfrentarse con un joven moderno, quizá déspota y hasta desconsiderado. ¿Se daría cuenta su tío de qué era así realmente, o lo tendría tan engañado como a Janet?

Recorrió toda la casa en compañía de ésta, y a las dos bajó al comedor.

Comió con míster Byrne.

Empezaron a transcurrir los días. A medida que éstos pasaban, se daba cuenta más y más de la clase de hombre que era el enfermo. Fabuloso, lleno de generosidad. Señorial, aunque a primera vista pareciera vulgar/

Al cabo de quince días, míster Byrne ya la tuteaba y la llamaba «hija», y Janet le decía cariñosamente «señorita Karen».

Y una tarde vio entrar a Janet en el living sin llamar, cosa que nunca hacía.

—Señor, señor… Acaba de llamar el niño Nicky… Está en la ciudad. Vendrá en seguida…
sophia
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10/07/2014

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sophia

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